lunes, 2 de octubre de 2017

Pum



Se giró al escuchar el grito.

Un alarido desgarrador nacido de las entrañas de algún ser que se encontraba en un momento de profunda desesperación. Dolor. Eso es lo que oyó. Una expresión de la angustia más grande por la que cualquiera podría llegar a pasar.

El desolador sonido de la agonía le hizo rememorar viejos recuerdo que nunca deberían haber sido grabados en su subconsciente. Pasajes de su vida que había guardado bajo llave en un cajón y que habían saltado como un resorte al escuchar aquel estallido de congoja.

En su cabeza comenzó una vez más aquella horrible película que no querría haber visto nunca. Toda la sangre, el dolor y el sufrimiento… El día que cambió su existencia para siempre. El momento en el que quedó desprotegido, a merced de la vida.

«Hemos salido a dar un paseo. Hoy mamá está muy guapa. Se ha puesto el vestido ese que le regalado papá por su cumple. Es azul y tiene florecitas de muchos colorines. Me gusta mucho porque con él puesto mamá parece la princesa de la primavera y a mí me gusta la primavera. Me gusta la primavera porque salen las flores y podemos ir al campo y empieza a terminarse el cole.

Vamos por un parque muy chulo que tiene unos columpios de esos que usa mi abuelo para estar joven. Bueno, lo de estar joven lo dice él, porque yo le veo las mismas arrugas siempre que sonríe. Hoy vamos a ir a dar de comer a los patos del estanque y mamá me ha prometido que luego iremos a comer un helado. Pero me ha dicho que solo uno, porque luego me duele la tripa.

Estamos llegando al estanque, pero no les damos el pan a los patos porque mamá esta rara de repente. Me dice que corra, pero yo no quiero. Me da miedo. ¿Por qué no puede correr ella también? Mamá me obliga a que lo haga y yo me asusto mucho porque ella tiene esa cara que puso cuando intenté meter los dedos en el enchufe para investigar qué es lo que había. Mamá me dice que, pase lo que pase, sea un niño bueno y me aleje mucho, pero no la hago caso. Quiero ser un niño bueno, pero tengo susto y correr cansa mucho, así que me escondo detrás de unos arbustos. Pienso en las arañas y los bichos malos y me entra más susto aún, pero tengo que ser un niño valiente. Desde donde estoy puedo ver a mamá con cara de miedo. No quiero que mamá tenga cara de miedo, jope.

Oigo como empieza a gritar. Cuando me asomo por las ramas veo a unos señores malos que están agarrando a mamá. La están haciendo pupa, porque ella está gritando y les está diciendo que aquí no, que no es el momento, que puede ir a ver a su jefe. ¿El momento para qué? ¡Jolín! Además, el que tiene que ir a ver al jefe siempre es papá. Mamá siempre está en casa jugando conmigo. Están haciendo pupa a mamá y yo no puedo hacer nada. La abuelita siempre me dice que soy un superhéroe. ¿Qué es lo que haría un superhéroe?

No se me ocurre nada y no me da tiempo a apretar los ojos para pensar porque he oído un “¡pum!” muy grande que me da mucho miedo. Mamá se cae y los señores malos se van corriendo. Yo salgo de los arbustos y grito a mamá para que se levante y nos vayamos antes de que vuelvan, pero mamá no responde. La sale una cosa roja del pecho. Es un líquido rojo muy oscuro que se parece a lo que me sale en las rodillas cuando me caigo jugando. Mamá no se mueve. Está muy quieta y yo me asusto. Tiene los ojos abiertos, pero no me está mirando. ¿A qué estará mirando? Me da mucho miedo. ¿Eso es estar muerto? Yo no quiero que mi mamá esté muerta. Si mamá se muere, ¿quién me va a cantar una canción por la noche y me va a dar un beso por la mañana?

Está empezando a llegar gente. Todos están gritando y me intentan alejar de mi mamá, pero yo les pego. Pegar está mal, pero no quiero que me alejen de mi mamá, así que grito mucho hasta que me duele la garganta…»

Con los ojos inundados de recuerdos, se dio la vuelta al escuchar un disparo, en busca del ser que había recibido aquel estruendoso ataque. «Tengo que ayudarlo. Tengo que ayudarlo como me ayudaron a mí.» Apartó la vista del estanque de los patos y entonces lo vio. En el espesor del bosque, a unos metros de donde se encontraba, había un ciervo en el suelo. También vio a unos cuantos hombres huir bosque adentro. Aún suena otro “pum”. Por lo que parecía, el ciervo estaba herido. A su lado se encontraba un cervatillo que parecía tener apenas unas semanas, gritando de dolor. Quizá era su primer paseo junto a si madre. Y el último.

El último. Dolor. Gritando. Sangre. ¿Mamá? 


Angy Miró M.
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domingo, 18 de junio de 2017

Cartas a Pablo II.


«Y aquí estoy yo, a las 2:19 de la madrugada del día T, despierta aún. En mi cabeza no paran de sucederse imágenes desgarradoras. Secuencias sin límite de finales alternativos. Finales que no puedo ver. Que no quiero ver. Finales para algo que en principio no era nada. Algo que empezó con pingüinos y sonrisas; algo mágico. Algo realmente curativo. Algo con alma.

¿Cómo puede torcerse tanto algo tan de por sí curvilíneo? ¿Cómo se puede, sin querer, ser tan voluble, tan susceptible? ¿Cómo puede el pasado estropear el presente y nublar el futuro? Estas son algunas de las cuestiones que en la madrugada del día T me quitan el sueño y las ganas de sonreír. Estas y otras. Otras como por qué tu sonrisa brilla cada día más o por qué tu mirada es cada vez más verde. O cómo puede ser que un abrazo huela a hogar y un beso sepa a felicidad. 

Y aquí vuelven a asaltar esas malditas secuencias apocalípticas. Finales y finales. Finales bonitos y feos; dulces, salados, agridulces y con sabor a tarta de chocolate blanco. Pero finales, al fin y al cabo. Todos tienen cosas en común: hablamos, lloramos, nos abrazamos, volvemos a llorar; en ninguna gritamos, claro, tú no eres de esas cosas y a mí no me gusta hacerlo contigo. Tampoco nos pegamos ni nos insultamos; pero tampoco nos reconciliamos, que es lo que más duele. Todas las imágenes tienen algo diferente: un parque a orillas del río, una cafetería llena de libros, un teatro, el salón, un banco… pero ningún paisaje ayuda. Todos son grises y ninguno huele ya a tostadas, a hogar o zumo de sandía. 

Duele. Duele la coraza y el pasado. Duele el futuro y, ahora, también el presente.»




Angy Miró M.
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martes, 7 de marzo de 2017

Cartas a Pablo I.

«Eres un mentiroso. Una asquerosa y sucia rata de cloaca que no sabe apreciar cada presa que he derribado. Te odio. Te odio por cada mentira y cada traición. Por cada mala mirada que se lleva un pedazo de mi ser.

¿Cómo puede ser que un te quiero tenga tan poco valor? ¿Cómo puede ser que hayamos llegado a prostituir la máxima expresión de los sentimientos con tanta facilidad? ¿Cuánto vale? Nada. Un masaje y un par de polvos. Y ya esta. ¿Y ya está? ¡No! ¡Me niego! No me da la gana de aceptar que en esta sociedad de wifi e inalámbricos la conexión entre dos almas se reduzca a eso. ¿Es que no hay nada más? ¿Solo sexo? ¡No me da la gana!

Mentiste. Mentiste como más odio. Con el corazón. Mentiste de verdad y mereces lo peor por ello. ¿De qué me sirve un “te quiero”, si luego me tuerces el gesto? ¿De qué valen las palabras, si luego no actúas en consecuencia? ¿De qué me sirve quererte, si cada vez que me acerco al precipicio te giras riendo para verme caer?

No lo acepto. No quiero aceptar que un te quiero vale tan poca cosa. Me niego a tolerar que vayas por ahí, abriéndote falsamente en canal para luego hacer añicos todo. No voy a aceptar que mi cuento de hadas modernas sea protagonizado por eso. No voy a acceder a ver como aceptables malas caras, enfados infundados y desplantes tras un te quiero. 

Un te quiero vale más, joder, mucho más. Deja de prostituir las palabras. Deja de vender sentimientos por placer. No corrompas las entrañas de quien te quiere con falsas ilusiones y verdades a medias.

No habrá verdad más grande que esta carta. No la habrá más grande en tan poco papel. No vuelvas, jamás, en tu vida, a prostituir las palabras. Nunca. Porque si vuelves a humillar un te quiero, todos los te quiero del mundo y los te odio y los te amo y los déjame se volverán contra ti. Porque las palabras se protegen entre ellas; y los sentimientos se respaldan. Si en algún momento se te vuelve a ocurrir tirar por tierra a un hijo de las más profundas entrañas o derrochar sentimiento baratos como si fuesen rebajas, descubrirás lo que las palabras pueden llegar a hacer. Será entonces cuando sepas cómo palabra y sentimiento se defienden. Hasta la muerte y más.»

Las manos de Pablo temblaban de rabia y temor. A cada frase lo segundo iba ganando a lo primero hasta que al final el miedo venció. Perderla sería la mayor tragedia que podía ocurrirle. No lo podía permitir. Tenía que solucionarlo como fuese. Costase lo que costase tenía que recuperarla. Sabía que podía hacerlo. Quería creer que podía hacerlo. Si no lo conseguía… moriría.

Pablo dobló de nuevo la carta y la guardó en su lugar dentro de la caja de madera antigua que contenía todas aquellas declaraciones de intenciones. Ya era tarde. Hacía casi veinte años que era tarde. Por cobarde perdió a la escritora. Ahora lo único que le quedaban eran sus cartas. Sus pedazos de recuerdos ya arrugados y estampados con alguna que otra lágrima pasajera que no había resistido el paso del tiempo. Tarde. Ya solo le quedaba resignarse y vivir la vida mediocre que se había ganado. 

A Pablo se le habían vuelto las palabras en contra hacía años y no sabía que eran tan poderosas. No lo supo hasta que sus carnes supieron de lo mortífero de esa unión. Sentimiento y palabra. No hay arma mejor

Angy Miró M.

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